Berta Rodríguez, con un gesto descuidado y femenino –ese que las mujeres realizan flexionando los dedos para enrollar, probablemente en el anular, su flequillo– se despejó la frente y, ante el espejo del cuarto de baño, comenzó el análisis diario de sus délabrements como dicen los franceses en su obstinada manía de no llamar a las cosas por su nombre: inició, pues, el recuento de sus deterioros y desperfectos que abarcaba desde el pelo hasta las manos, pasando por los lóbulos de las orejas y terminaba en las cejas.
Desde que leyó la anécdota budista sobre la relación directa entre el tamaño de los lóbulos y la felicidad… Berta tocaba los suyos, los masajeaba, los palpaba, los depilaba y los cubría todos los días de un sutil velo de crema hidratante, orgullosa de su aspecto; sabía que era una estupidez pero de hecho siempre que hablaba con alguien fijaba automáticamente la vista en esa parte absurda del cuerpo y clasificaba en feliz o infeliz el destino de su interlocutor por el tamaño del apéndice de carne en el que terminan los pabellones auditivos.
Sus cejas, en cambio, hablaban como anunciando la visita irremediable de una vejez sugerida por el horizonte: algunos pelos blancos se empeñaban en tener mayor calibre que los negros y por eso eran más notorios. Siempre presumió de cejas, que antaño eran finas, dalinianas. Unas cejas como paréntesis horizontales tallados en el rostro. Pero ya iban perdiendo su belleza caligráfica.
Berta, en realidad, para el Ministerio de Justicia nunca se llamó así —solo así— pues en los archivos constaba como María de las Mercedes Eulalia Roberta De Todos los Santos Rodríguez de Berlanga y Ayllón. Pero claro… con ese convoy de letras no se podían fregar suelos, que era su ocupación laboral. Pasar escoba y fregona, regar de detergente los urinarios y cuartos de baño de oficinas y estaciones era ciertamente desagradable y poco nobiliario, pero le permitía vivir. Cada vez que entraba una señora elegante en el lavabo de aquellos abogados tan ilustres entraba tras ella armada de bayetas y pulverizadores, esperaba pacientemente a que se marchara y luego recogía los pequeños tubos de crema para las manos y jaboncillos apenas usados para reemplazarlos.
Por todo lo cual, tras una temporada de adelgazamiento indeseado y de dormir en una mecedora porque no tenía ni cama, prefirió ser la Berta —o Berta Rodríguez— antes que una muerta tendida en la cuneta de cualquier carretera.
No había nacido en ningún sitio concreto; su acento era tan difuso que resultaba ilocalizable. No llevaba más documentación encima que el logotipo de la empresa de limpieza bordado en el bolsillo de su bata celeste. Sin anillo de casada, sin medallas, sin pendientes, sin reloj y sin teléfono móvil su cuerpo era mucho más ligero que el de los demás si se veía obligada a correr.
Tras el examen de su cuerpo apagó la luz y cerró la puerta del cuarto de baño. El circuito no había sido demasiado esperanzador, pero tampoco podía calificarlo de catastrófico lo cual le permitió concluir que tenía un día más de plazo para vivir. Eso suponía algo de placer y muchas complicaciones: comería con gusto, dormiría con gusto, dejaría —¡con mucho gusto!— que el sol del mediodía calentase sus manos acribilladas, y pensaría en sus problemas: más no iba a hacer por ellos en aquel sábado invernal.
Sonaron las doce en el campanario de la iglesia vecina y un enjambre de palomas se desparramó por el aire. Esos animales sucios pero esbeltos, prolíficos y maravillosos voladores sobrevivían gracias a su desconfianza. La regularidad inofensiva de las campanas, día tras día, no era suficiente para atenuar su miedo. El temor universal les garantizaba la vida.
Cuando el café comenzó a llenar la cafetera observó una vez más que en su casa no olía tanto como en la de los vecinos, cosa que le irritaba. Aquella cafetera se parecía a un reloj de arena. Escogió una jarrita de porcelana absolutamente blanca y sin relieves. Siempre le emocionaba la belleza de ese material tan resistente y frágil. Al verter el café, chorreó un poco manchando el plástico que recubría la mesa de la cocina. Parecía ámbar, y Berta se hizo amiga de aquel pequeño lago dejándolo existir: era muy hermoso ver con sus ojos miopes los bordes dorados por el reflejo de la lámpara del techo. Solo le faltaba Pulgarcita en su cáscara de pipas —la de nuez no cabría en el lago de café— navegando antes de su terrible encuentro con el sapo. Sacudió la cabeza para quitarse aquellas ensoñaciones de encima y sacó la leche del frigorífico simplemente extendiendo el brazo, y la emparentó con el café; abrió el azucarero, y dejó caer como una lluvia cucharadita y media sobre el líquido cordial e imprescindible de todas las mañanas. Removió, y con ambas manos alzó la taza hasta su boca, sorbió suavemente y acordó con su cerebro que a partir de ese instante, y no antes, comenzaba aquel sábado veintidós de diciembre.
Pillado con una pinza de la ropa al calendario sin estrenar, la miraba el décimo de lotería. Berta torció la boca recordando la rabia que le daba el telediario de ese día con los premiados esparciendo aquel remedo de champagne fabricado en Cataluña a los viandantes y bebiendo en vasos de plástico ante las cámaras con caras de odio y de revancha. Odio, sí, por no haber comprado más participaciones de ese número en el bar. Revancha, claro, porque arrojarían billetes a la cara de los cobradores que les habían apremiado tantas veces. Yo —dijo en voz alta hablando consigo misma— si me viera en esa situación le entregaría a un abogado el décimo y que él me lo cobrara. Como decía mi madre, el verdadero rico no hace ostentación y mi padre añadía, con sorna: “Ni confunde Reims con San Sadurní de Noya”.
El agua fría la sorprendió cuando abrió el grifo para fregar su delicada taza, pieza única de su extensa colección de dos. La otra, era para el té y le echaba unas gotas de lejía antes de lavarla para que no se manchara nunca. Mientras abrillantaba el suelo de aquella sucursal de Z*** Home las vio, tan baratas y tan puras que nadie las compraba, y al día siguiente compró las dos jarritas. No eran Meissen, ni Sèvres ni Wedgwood, pero ponían un punto de luz en la fealdad de su cocina.
Dio un respingo cuando sonó el timbre de manera repetida e insistente. El cerebro condujo la soledad de Berta por veredas sombreadas gracias a los árboles de la ilusión y placenteras praderas recorridas por el riachuelo cantarín de la fantasía: en una fracción de segundo consiguió acelerarle el corazón mientras incrustaba en ella este dulce pensamiento: “¿Me habrá tocado la lotería?” y su corolario “¿Y si son los vecinos y los periodistas?”. Se levantó temblando de la silla de la cocina y abrió la puerta. Al principio solo distinguió una luz cegadora que le hería la vista y a un grupo de personas que la zarandeaban atrayéndola entre murmullos que no conseguía entender. Algo líquido y espumoso encharcaba el suelo, goteaba y la hacía patinar…
—¡Señora —dijo el bombero quitándose la mascarilla— tenemos cinco minutos para salvarle la vida, agárrese a mí y venga con nosotros!
Mierda. Aquello no era el típico tumulto alrededor de un premiado. ¡Aquello era un considerable incendio!
Tras la decepción, Berta comenzó a moverse hacia atrás, como cuando una película antigua se rebobinaba. Los brazos extendidos hacia ella poco a poco se iban haciendo cada vez más pequeños y envueltos de llamaradas. En su pecho se atascó algo acre, espeso y cruelmente sucio: era humo, humo pestilente y negro… De pronto, todo se puso de color rojo y, como un globo, estalló en mil pedazos.
¡Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiing!
La condesa Berta Rodríguez de Berlanga y Ayllón había tenido un mal sueño. Por primera vez en muchos años —desde que se casó, hito que se podía situar siendo generosos en los albores del gótico normando— el estridente timbre de su despertador Tiffany le sonó más dulce que un lied escuchado en algún salón de Schönbrunn. Terminó de estirarse en la cama y la abandonó con esa elegancia imposible de adquirir pues va en la sangre y solo una aristócrata la sabe cultivar. Descorrió los espesos cortinajes y apoyando los labios en los cristales dejó la marca de su boca como el que hace una travesura. Miró a lo lejos imitando a Cyd Charisse en su famoso anuncio del jabón Lux y mientras pedía el desayuno se juró a sí misma no volver a sobrepasarse en la cena. Solo tomaría un daiquiri y dos copas de vino. Como máximo.
© 1 de enero de 2013