Títulos de Nobleza. Cuento de Navidad (o algo así)

01/01/2013

Berta Rodríguez, con un gesto descuidado y femenino –ese que las mujeres realizan flexionando los dedos para enrollar, probablemente en el anular, su flequillo– se despejó la frente y, ante el espejo del cuarto de baño, comenzó el análisis diario de sus délabrements como dicen los franceses en su obstinada manía de no llamar a las cosas por su nombre: inició, pues, el recuento de sus deterioros y desperfectos que abarcaba desde el pelo hasta las manos, pasando por los lóbulos de las orejas y terminaba en las cejas.

Desde que leyó la anécdota budista sobre la relación directa entre el tamaño de los lóbulos y la felicidad… Berta tocaba los suyos, los masajeaba, los palpaba, los depilaba y los cubría todos los días de un sutil velo de crema hidratante, orgullosa de su aspecto; sabía que era una estupidez pero de hecho siempre que hablaba con alguien fijaba automáticamente la vista en esa parte absurda del cuerpo y clasificaba en feliz o infeliz el destino de su interlocutor por el tamaño del apéndice de carne en el que terminan los pabellones auditivos.

Sus cejas, en cambio, hablaban como anunciando la visita irremediable de una vejez sugerida por el horizonte: algunos pelos blancos se empeñaban en tener mayor calibre que los negros y por eso eran más notorios. Siempre presumió de cejas, que antaño eran finas, dalinianas. Unas cejas como paréntesis horizontales tallados en el rostro. Pero ya iban perdiendo su belleza caligráfica.

Berta, en realidad, para el Ministerio de Justicia nunca se llamó así —solo así— pues en los archivos constaba como María de las Mercedes Eulalia Roberta De Todos los Santos Rodríguez de Berlanga y Ayllón. Pero claro… con ese convoy de letras no se podían fregar suelos, que era su ocupación laboral. Pasar escoba y fregona, regar de detergente los urinarios y cuartos de baño de oficinas y estaciones era ciertamente desagradable y poco nobiliario, pero le permitía vivir. Cada vez que entraba una señora elegante en el lavabo de aquellos abogados tan ilustres entraba tras ella armada de bayetas y pulverizadores, esperaba pacientemente a que se marchara y luego recogía los pequeños tubos de crema para las manos y jaboncillos apenas usados para reemplazarlos.

Por todo lo cual, tras una temporada de adelgazamiento indeseado y de dormir en una mecedora porque no tenía ni cama, prefirió ser la Berta —o Berta Rodríguez— antes que una muerta tendida en la cuneta de cualquier carretera.

No había nacido en ningún sitio concreto; su acento era tan difuso que resultaba ilocalizable. No llevaba más documentación encima que el logotipo de la empresa de limpieza bordado en el bolsillo de su bata celeste. Sin anillo de casada, sin medallas, sin pendientes, sin reloj y sin teléfono móvil su cuerpo era mucho más ligero que el de los demás si se veía obligada a correr.

Tras el examen de su cuerpo apagó la luz y cerró la puerta del cuarto de baño. El circuito no había sido demasiado esperanzador, pero tampoco podía calificarlo de catastrófico lo cual le permitió concluir que tenía un día más de plazo para vivir. Eso suponía algo de placer y muchas complicaciones: comería con gusto, dormiría con gusto, dejaría —¡con mucho gusto!— que el sol del mediodía calentase sus manos acribilladas, y pensaría en sus problemas: más no iba a hacer por ellos en aquel sábado invernal.

Sonaron las doce en el campanario de la iglesia vecina y un enjambre de palomas se desparramó por el aire. Esos animales sucios pero esbeltos, prolíficos y maravillosos voladores sobrevivían gracias a su desconfianza. La regularidad inofensiva de las campanas, día tras día, no era suficiente para atenuar su miedo. El temor universal les garantizaba la vida.

Cuando el café comenzó a llenar la cafetera observó una vez más que en su casa no olía tanto como en la de los vecinos, cosa que le irritaba. Aquella cafetera se parecía a un reloj de arena. Escogió una jarrita de porcelana absolutamente blanca y sin relieves. Siempre le emocionaba la belleza de ese material tan resistente y frágil. Al verter el café, chorreó un poco manchando el plástico que recubría la mesa de la cocina. Parecía ámbar, y Berta se hizo amiga de aquel pequeño lago dejándolo existir: era muy hermoso ver con sus ojos miopes los bordes dorados por el reflejo de la lámpara del techo. Solo le faltaba Pulgarcita en su cáscara de pipas —la de nuez no cabría en el lago de café— navegando antes de su terrible encuentro con el sapo. Sacudió la cabeza para quitarse aquellas ensoñaciones de encima y sacó la leche del frigorífico simplemente extendiendo el brazo, y la emparentó con el café; abrió el azucarero, y dejó caer como una lluvia cucharadita y media sobre el líquido cordial e imprescindible de todas las mañanas. Removió, y con ambas manos alzó la taza hasta su boca, sorbió suavemente y acordó con su cerebro que a partir de ese instante, y no antes, comenzaba aquel sábado veintidós de diciembre.

Pillado con una pinza de la ropa al calendario sin estrenar, la miraba el décimo de lotería. Berta torció la boca recordando la rabia que le daba el telediario de ese día con los premiados esparciendo aquel remedo de champagne fabricado en Cataluña a los viandantes y bebiendo en vasos de plástico ante las cámaras con caras de odio y de revancha. Odio, sí, por no haber comprado más participaciones de ese número en el bar. Revancha, claro, porque arrojarían billetes a la cara de los cobradores que les habían apremiado tantas veces. Yo —dijo en voz alta hablando consigo misma— si me viera en esa situación le entregaría a un abogado el décimo y que él me lo cobrara. Como decía mi madre, el verdadero rico no hace ostentación y mi padre añadía, con sorna: “Ni confunde Reims con San Sadurní de Noya”.

El agua fría la sorprendió cuando abrió el grifo para fregar su delicada taza, pieza única de su extensa colección de dos. La otra, era para el té y le echaba unas gotas de lejía antes de lavarla para que no se manchara nunca. Mientras abrillantaba el suelo de aquella sucursal de Z*** Home las vio, tan baratas y tan puras que nadie las compraba, y al día siguiente compró las dos jarritas. No eran Meissen, ni Sèvres ni Wedgwood, pero ponían un punto de luz en la fealdad de su cocina.

Dio un respingo cuando sonó el timbre de manera repetida e insistente. El cerebro condujo la soledad de Berta por veredas sombreadas gracias a los árboles de la ilusión y placenteras praderas recorridas por el riachuelo cantarín de la fantasía: en una fracción de segundo consiguió acelerarle el corazón mientras incrustaba en ella este dulce pensamiento: “¿Me habrá tocado la lotería?” y su corolario “¿Y si son los vecinos y los periodistas?”. Se levantó temblando de la silla de la cocina y abrió la puerta. Al principio solo distinguió una luz cegadora que le hería la vista y a un grupo de personas que la zarandeaban atrayéndola entre murmullos que no conseguía entender. Algo líquido y espumoso encharcaba el suelo, goteaba y la hacía patinar…

—¡Señora —dijo el bombero quitándose la mascarilla— tenemos cinco minutos para salvarle la vida, agárrese a mí y venga con nosotros!

Mierda. Aquello no era el típico tumulto alrededor de un premiado. ¡Aquello era un considerable incendio!

Tras la decepción, Berta comenzó a moverse hacia atrás, como cuando una película antigua se rebobinaba. Los brazos extendidos hacia ella poco a poco se iban haciendo cada vez más pequeños y envueltos de llamaradas. En su pecho se atascó algo acre, espeso y cruelmente sucio: era humo, humo pestilente y negro… De pronto, todo se puso de color rojo y, como un globo, estalló en mil pedazos.

¡Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiing!

La condesa Berta Rodríguez de Berlanga y Ayllón había tenido un mal sueño. Por primera vez  en muchos años —desde que se casó, hito que se podía situar siendo generosos en los albores del gótico normando— el estridente timbre de su despertador Tiffany le sonó más dulce que un lied escuchado en algún salón de Schönbrunn. Terminó de estirarse en la cama y la abandonó con esa elegancia imposible de adquirir pues va en la sangre y solo una aristócrata la sabe cultivar. Descorrió los espesos cortinajes y apoyando los labios en los cristales dejó la marca de su boca como el que hace una travesura. Miró a lo lejos imitando a Cyd Charisse en su famoso anuncio del jabón Lux y mientras pedía el desayuno se juró a sí misma no volver a sobrepasarse en la cena. Solo tomaría un daiquiri y dos copas de vino. Como máximo.

© 1 de enero de 2013

Carta Abierta

23/10/2012

«mira tu informacion esta digamos equivocada pero 2 cosas no confundas nuestra revolucion de 1910 con la epoca de juarez y maximiliano y claro como en toda nacion un intruso siempre va hacer expulsado o como en esa epoca el fusilamiento y ten encuenta que nuestra independencia acababa de consumarse y en lo personal no conoces mi pais y te invito que estudies mas la historia de mexico y regresando alo que tu llamas revolucion de pacotilla en mexico se formaron las leyes y la democracia y con todo respeto no hables y quieras hacer tus medias publicasiones de mexico si no sabes nada lo mismo podemos decir de tu pais pero existe algo que se llama respeto te dejo mi correo para cualquier duda que tengas» [Comentario llegado hoy en relación a mi post sobre Maximiliano de Austria-México]

C A R T A   A B I E R T A

Estimado señor don Juan Ramírez Márquez:

Muchas gracias por haberse tomado la molestia de leer una entrada de mi blog que puse el 13 de enero del 2010 y por escribir su comentario. Desde entonces hasta aquí ha llovido mucho como se suele decir humorísticamente en España. Si me lo permite voy a contestarle, con toda la honradez y cordialidad de la que soy capaz.

En primer lugar, acepto de plano y sin reservas que mi conocimiento de la historia de México es superficial, estando incluso por debajo de lo más elemental. Cualquier niño de su país me daría un baño dejándome con las vergüenzas —históricas— al aire. Es lamentable pero por poco que un niño (o joven) mexicano sepa de la Historia de España siempre será más en cantidad y calidad que lo aprendido por nuestros estudiantes españoles de hoy en día en las escuelas, institutos y universidades de España. Aquí lo único que mueve multitudes es el fútbol, como en los tiempos de Franco. Incluso se ha acuñado una expresión patética que quizás no conozca: joven ni ni = ni estudia ni trabaja.

Creo que usted malinterpreta mi entrada (post) del blog. Yo solo criticaba la crueldad que supone el fusilamiento de un ser humano, sea el que fuere. Odio la tortura y la pena de muerte. Y si Maximiliano era un intruso —es fácil enjuiciar siglos pasados con patrones y coordenadas actuales— admita conmigo que una alternativa a despachurrarlo a tiros podía haber sido meterlo en un barco y remitirlo (vivo) a Europa con el mismo esfuerzo y gasto que mandarlo muerto (como hicieron). Cualquier opción es mejor que matar a una persona.

Desde niño me impresionó mucho el famoso cuadro Les derniers moments de Maximilien (1882) de Jean-Paul Laurens (hoy en el Hermitage) que nos presenta una visión excesivamente hagiográfica y demasiado panegírica de la despedida de Maximiliano antes de salir de la celda camino hacia la muerte. Le soy sincero diciéndole que también sufrí mucho viendo la ejecución de Sadam Hussein o la de los Ceacescu, por añadir dos ejemplos a los que gracias a los medios de comunicación pudirmos «asistir». Y políticamente hablando no eran muy dignos de lástima que digamos…

Tiene usted toda la libertad del mundo para criticar en mi blog a España y a los españoles. Me gustaría comprobar qué grado de conocimiento tiene de nosotros y aprender de lo que otros ojos lejanos han visto de esta tierra que es mi patria. Le invito a hacerlo con la frecuencia y extensión que desee.

Cuando hablaba de revolución de pacotilla me refería a dos cosas: una, la histriónica explotación cinematográfica —Marlon Brandon por ejemplo— que se ha hecho de ella pero sobre todo me refería a los benéficos y dulces efectos que ustedes disfrutan ahora gracias a dicha revolución: exagerado o no, injusto o no, con independencia de lo que seamos los españoles… la idea generalizada que en Europa se tiene de México es: 1) País dominado por la delincuencia, 2) País sometido a los Estados Unidos de Norteamérica, 3) País de gente maravillosa con unos terribles niveles de pobreza mientras la clase dirigente se enriquece cada día más y acumula masas fabulosas de capital.

Yo quisiera saber escribir como Quevedo o Cervantes o Machado pero sé que nunca voy a llegar a parecerme a ellos. Uso del humor, amargo muchas veces, y frecuentemente experimento con la ironía. De verdad, señor, lo que más me gusta es ser irónico pero nunca irrespetuoso.

Por eso, y de todo corazón, desde el agradecimiento por haberme leído, le pido disculpas si le he ofendido en algo a usted o a su país, le aseguro que no habrá sido de mala fe.

Le contaré un secreto: había pensado anular el blog coincidiendo con el fin de año. Pero saber que me han leído tan lejos me anima a replantearme la decisión.

Un abrazo desde España,

J. M.

 

 

Pisando fuerte

29/09/2012

La función hace al órgano. De tanto ir el cántaro a la fuente, se coge la tarandilla y cada vez se tarda menos y llega con más agua a su destino.

Que vivimos en un país lastimoso es descubrir el Mediterráneo. Por todos sitios hay quejas, y hasta corre un vídeo de cierto canal taiwanés cachondeándose de nosotros —ellos, precisamente, que son un grano de anís en la boca del dragón nazicomunista— con una precisión que escama, raro sea que no tenga una factura doméstica…

Hoy me quiero referir a dos expresiones que las puercas televisiones han dado carta de naturaleza de tanto usarlas. Una es el uso del verbo fallecer y sus derivados. Las frikinazis del periodismo (hombres y mujeres) han debido encontrar más fino, más cool, decir “Se han encontrado fallecidos a los ocupantes de…” que llamarles muertos. Jamás se había usado la locución “están fallecidos”. Es cierto que no hay error semántico ni —por una vez— es espanglish como cuando se dice “Pepito ha trabajado duro” en vez de duramente. Pero suena friki y, cuidado, en España lo friki va íntimamente ligado a lo neonazi y ultraconservador. Hay quien niega que eso sea verdad y me tacha de exagerado. Pero es un hecho que no existe nada más ultraconservador en la sociedad española que el PSOE e IU que —en unión de ultramontanos neoyorkinos y londinenses— han decidido montarle al PP la tormenta perfecta (la ayuda siniestra del comisario Almunia en este acto de ingeniería social está por evaluar pues ya van siendo demasiados plumeros los que se le están viendo a ese sujeto de boca torcida y expresión agria, mediocre que ocupa ese cargo por sorteo más o menos, o por no tener dignidad como el toisonado Solana Bomber, socialista tras Franco pero millonario de toda la vida gracias a los libros que en monopolio vendía su familia durante el franquismo). Tormenta perfecta  para echar a Mariano, porque ellos son los únicos dueños del cortijo, lo cual es estríctamente un golpe de estado se mire como se mire.

La otra expresión la puso de moda una charlatana imprudente de Tele5 cuando el heredero pidió la nobilísima mano de Su Alteza Real Doña Laetitia. Hambrienta de gritos y tiros de cámara (se llama así al momento en el que un objetivo óptico alinea su eje con nosotros, dándonos protagonismo) la cerda de cuyo nombre no quiero acordarme pero que todavía tiene apariciones fugaces habló de la pedida. Sí: la pedida.

Desde que el mundo es mundo, los dinosaurios también, se dice petición de mano. Pero la burra catalana dijo pedida… Y así se quedó. Gustó tanto el vómito analfabeto que capaz es don Juan Luis Cebrián —Nacido en 1944, eximio franquista con Franco, demócrata multimillonario con la Democracia— de llevar a la Real Academia (nunca tuvo peor nivel) el palabro. La pedida, pues, se adaptó a la categoría de los causantes. Quizás la pobre palabra petición se negó a servir a señores tan bajos.

Tal vez se note que estoy indignado después de leer en una fuente bastante neutral (lo que se dice «ni pa ti ni pa mí») que Cebrián —ganó, solamente en PRISA, 8,2 millones de euros el año pasado— está buscando piso en el Edificio Dakota de Nueva York.

Ciudad en la que Bibiana Aído se aburre.

Notas y noticias

A «perfect storm» is an expression that describes an event where a rare combination of circumstances will aggravate a situation drastically. The term is also used to describe an actual phenomenon that happens to occur in such a confluence, resulting in an event of unusual magnitude. © Wikipedia

Llamar cerda a una charlatana sectaria de la tele no es discriminación ni afrenta a las mujeres; si hubiera sido un hombre le habría llamado tío asqueroso de mierda. Es usar el idioma en sus justos términos.

Retorno otoñal

21/09/2012

Más que por el gusto de escribir —como siempre ha sido— es por romper el papelito donde he ido anotando, día tras día, las expresiones y palabras que los políticos —esas mulas ambiciosas— y periodistas —esas acémilas lamedoras de los anteriores— van soltando. Esta vez he tenido una fuente preciosa: la Comisión del Parlamento de Andalucía dedicada a investigar escándalos que todos conocemos. Hasta el día de hoy he visto todas las sesiones. Puedo hablar con conocimiento de causa, pues; más nos valdría a los andaluces suicidarnos colectivamente en una ceremonia que nos garantizara, ya puestos, una mort en beauté y el consiguiete reportaje del Hello!

Cuánta miseria se ha acumulado en este país. Con qué impavidez ovejuna la gente se ha tragado el cuento de la democracia que se han dado ellos a sí mismos y que nos han vendido como un lujo que no nos merecemos por desagradecidos.

“Hemos vivido por encima de nuestra posibilidades” es la frase favorita de estos cabrones (DRAE). Ellos claro que sí han vivido así. La gente corriente por supuesto que no ha podido sacar los pies del plato.

No quiero hacer una diatriba política de este blog y a continuación, por mero gusto ilustrativo, voy a poner en rojo algo de lo que he anotado, con un signo igual al lado; y en el segundo miembro cómo debería decirse (o como se ha dicho siempre, toda la vida). Admito sugerencias, correcciones, añadidos y degüellos.

Nichos de oportunidad = Ocasiones

Tejido industrial = Industrias

Poner en valor = Valorar, considerar.

Empoderar = Dar importancia

Sostenible = Autosuficiente

Ciudadanía = Pueblo, gente, personas

Mi chico (mi chica) = Mi novio (novia) [Para esto estudian Inglés en las escuelas].

Mi pareja = Mi mujer, mi marido, mi cónyuge (Para Telecinco “cónyugue”) [lo mismo de más arriba]

Aunque yo no soy un técnico en esto opino que… = Frase que califica a un ser humano de charlatán imprudente.

Bodybuilding = Modelado del cuerpo

Pack = Paquete

Intervención (urbanística) = Acción, acto

Pérdida del usted en la publicidad

Nucleares = Importantes

Mandatar = Mandar, ordenar

Vehicular = Llevar, portar

Residenciar = Poner, situar

Encomienda = Trabajo, ocupación, encargo…

 

Lang-Lang y la Reina (alguien lo habría escrito en orden inverso)

13/08/2012

Admito que la foto me emociona. La colgó en Twitter el propio Lang-Lang, el súper pianista chino que hablaba con orgullo de su participación en la ceremonia de inauguración de la Olimpiada y por el saludo de la reina Isabel II de Inglaterra.

El protocolo español, que proviene de la Casa de Austria, se dice que es el más estricto de todas las cortes europeas; yo tenía entendido que el monarca debía quitarse el guante de la mano estrechante, pero quizás por la humedad y la artritis la Reina faltó a ese principio. A Lang-Lang parece no importarle.

Observa, querido lector o lectora, cómo los ojos reales se alzan buscando la mirada del extraordinario artista y parecen decirle “Te reconozco y te admiro”.

Tengo varios discos de Lang-Lang. Es un técnico exagerado, un volcán de posibilidades. Su sacrificio ha debido ser inmenso, por muchas cualidades innatas que tuviera, hasta llegar a esa depuración absoluta que le permite a un oriental interpretar a Mozart, Beethoven o Chopin —por ejemplo— de manera magistral e inolvidable. Tan joven y tan sonriente; tan productivo; tan artista…

Nunca sabrán ninguno de los dos que he escrito estas palabras, pero vaya para ambos y por razones distintas mi admiración y respeto.

[El rey de España concedió el Toisón de Oro a Javier Solana Madariaga, el apacible guerrero atlantista como lo llaman, muy querido por la población civil serbia].

[El rey de España concedió el marquesado al… seleccionador nacional de fútbol].

Para algunos, la edad los engrandece y mejora. A otros, cumplir años los abotarga y entontece (en el misericordioso caso de que les concedamos que no eran tontos desde el mismo día en el que nacieron).

La tela

06/08/2012

Mi relación de amor con las telas se remonta a la noche de los tiempos. Siempre he sentido una admiración infinita hacia toda labor humana de creación, pero desde hacer punto (tejer lana en madejas que se convertían en ovillos gracias a nuestras manos de niños elevadas al aire y divertidas) o croché hasta la sofisticación de la industria textil de hoy en día la industria textil ha sido un tema que me ha fascinado. Un telar primitivo o un telar de la Revolución Industrial será siempre una máquina maravillosa. Las agujas (no sé porqué en mi pueblo se les llamaban moldes) de hacer punto siempre han sido oportunas espadas, lanzas, palos de tambor o flechas altamente recomendables en la infancia. Enhebrar una aguja para coser siempre fue tarea dificultosa, sobre todo si era de las finas que venían ensartadas en tiras de papel, con su ojo inexplicablemente dorado.

Pero mi interés es la tela en sí misma. Un objeto bello siempre. Un misterio el que no se desarme esa trama de hilos soportando tensiones enormes, lavados, roces y agresiones sin perder sus características.

Yo quise mucho a mi madre. Y una de las cosas que más me gustaba era ir a comprar con ella, también  telas. Buscando la foto que encabeza el post he comprobado que ese sentimiento es casi universal; ir de compras femeninas con la madre o con la abuela ha sido algo que los niños considerábamos un aburrimiento o un menoscabo de nuestra virilidad de cara al entorno, un estereotipo. Pero en nuestro fuero interno nos lo pasábamos muy bien y además quedábamos de víctimas. Las tiendas de tejidos eran inmensas para albergar aquellas bobinas kilométricas que los dependientes subían y bajaban de estantes altísimos. Los mostradores de madera llegaban hasta abajo imponiendo una frontera entre cliente y vendedor, que nunca tocaba dinero. Los pagos se hacían en una cabinita con una señorita de edad avanzada que manejaba con soltura una caja registradora junto a la cual tenía unos pinchos donde iba clavando los tickets misteriosos cuyo contenido no alcanzábamos a ver.

El momento mágico para mí era, una vez medida la longitud de la tela —con una vara o sobre la arista del mostrador, que tenía sus marcas correspondientes— desenrollada formando una montaña colorida y olorosa… cuando el dependiente realizaba un pequeñísimo corte con unas tijeras y luego tiraba, rasgándola, con un aplomo y acierto que no daba opción a errores: ¡siempre salía bien! ¡siempre sonaba un raaaaaaassss emocionante! Por cierto, los dependientes de las tiendas de tejidos nunca decían «tela» sino género.

Las telas nuevas huelen. Las telas recién cortadas tenían una orla en el filo que a veces era más interesante que el propio tejido. Las telas que en mi tierra se llamaban lienzo moreno presentaban al ojo incansable del observador miope motitas oscuras que le daban una belleza especial. Las telas de tul para las novias o las niñas de Primera Comunión representaban un misterio más profundo que el bosón de Higgs: ¿qué clase de super-mega-hiper-ultra inteligencia sobrehumana era capaz de inventar una máquina que mezclando hilos realizara ese tejido formado por agujeritos chicos con forma de panal de abejas?

Los dependientes de las tiendas de telas siempre eran hombres. Aconsejaban a las clientas sobre cuántos metros comprar. Todos eran especialmente correctos, y muy hábiles haciendo paquetes de una perfección admirable. Los dependientes de las tiendas de telas solían tener historias paralelas, unas veces turbias —entonces la turbidez de una vida podía ser tener aficiones artísticas, ganas de prosperar o ánimo viajero: locuciones como menuda piezaes un bala perdida, o es un tío tirao, o es una deshonra para su familia o va a enterrar a su madre marcaban de manera indeleble a quién se salía de las hipócritas normas— y otras veces eran historias bastante pánfilas.

A veces la belleza física de la clienta mantenía un duelo con la belleza física del vendedor, combate que beneficiaba a la tienda. Los grandes economistas —de Marx a Engels, pasando por Adam Smith, Keynes o Elena Salgado— nunca tuvieron en cuenta en sus elaborados modelos una variante del human factor de Graham Greene: la belleza del que vende y/o del que compra. Y es un motivo muy importante que ahora se ha sobredimensionado anulando a la profesionalidad.

La miopía es un defecto hereditario y muy extendido. El ojo miope sin gafas es más dulce y soñador y una verdadera lupa mirando de cerca. Capta detalles que pasa por alto un ojo normal. Una experiencia alucinante es observar las tramas de los tejidos y la perfecta coincidencia de los estampados. Yo, que soy incapaz de clavar una alcayata con éxito, me admiro de esas telas en las que todas las fantasías caben.

Este invierno quiero aprender a hacer punto. Debe ser muy hermoso ver salir una tirita de tejido de tus manos. Además, creo que es muy bueno para los nervios.

 

[Pronto tendrá 4 años de vida este blog]

19/06/2012

Elisenda Valls i Solà pulsó la tecla roja que sobresalía en la superficie negra del mando a distancia semejante a un bulto anómalo de esos que los franceses llaman grain de beauté y la sala se inundó de notas limpias, alegres y delicadas como la vida de un niño recién nacido. Eran arpas. La música inconfundible de los ángeles en esa distribución que de los instrumentos hacemos todos de manera inconsciente. El tambor, militar. El órgano, digno de Dios. ¿Piano? el genio. La guitarra… española. El ukelele y Marilyn Monroe. Y así sucesivamente.

El color crema de las paredes se complementaba con el amarfilado tono de las cortinas de tal manera que los tabiques y sus vanos eran un todo continuo de una suavidad cromática que relajaba y ayudaba a pensar. Algo parecido a un triclinio o una chaise longue de cuero marrón mostraba un chal de seda dejado encima con descuido y, al lado, la caja del disco que sonaba: Harp music in the salons of Louis XVI and Marie Antoinette.

Elisenda debía su fortuna a las casualidades de la vida; su padre regentaba una carnicería en la que colgaban los conejos —pavos en Navidad— y pollos muertos de ganchos desde los que goteaban gotas de sangre y fluidos sobre el mostrador de mármol blanco; despellejados y eviscerados los animales, algunas veces convivían en la percha con trozos de pulmones, de hígado y salchichas de superficie brillante rellenas con una mezlca en la que predominaba el color rosa y el blanco.

Engaños en el peso, fraudes en las materias primas y una liberal y oportuna cesión de la trastienda a quienes la necesitaran para un sinfín de cosas distintas (desde imprimir folletos subversivos hasta facilitar un lugar de encuentro para alguna expansión afectiva que no podía ser pública) hicieron que en unos pocos meses el tenebroso negocio se animara, comenzando a dejar réditos sustanciosos que el padre de Elisenda reinvirtió en el negocio que mejor conocía… hasta hacerse dueño de todas las carnicerías que miraban al alto y al bajo Llobregat.

Fabricó millones de salchichas —con generosas variaciones en su composición— y las vendió por todos los restaurantes, bares y tabernas. Y hasta de casa en casa iba ofreciendo su producto. Después, todo fue como la seda, nunca mejor dicho: se casó con la hija ciega de un magnate de la industria textil que se enamoró de él por su voz. En veinte años el antiguo carnicero era una de las primeras fortunas de Barcelona.

Sin hermanos ni primos ni parientes, Elisenda lo heredó todo. Bueno, vaya, digamos que casi todo: ciertamente tuvo que repartir algo con Roger (el hijo que tuvo su padre con la andaluza aquella ¿cómo se llamaba? ¿Carmen, Lola, Angustias quizás?) y un poquito más con Jordi (el hijo que tuvo su padre con la andaluza aquella, a ver, ¿era Victoria, Paquita, Manola tal vez?) pero quedó muchísimo. El que tuvo peor suerte fue Pau, aquel muchacho escuálido fruto de los amores más tardíos de su ya ilustre padre. Elisenda era una sentimental que la vida sin problemas le había quitado, si es que alguna vez la tuvo, cualquier resquicio de fibra capitalista y habilidad para los negocios. Ella le habría dado a Pau más; pero sus abogados, con los pies en la tierra, le extendieron un cheque por una cantidad miserable que, paradojas de la vida, al bastardo y a la concubina le parecieron considerablemente satisfactoria. Ella firmó, se encogió de hombros, pulverizó un poco de colonia en las manos, suspiró… y olvidó para siempre los ojos verdosos de aquella mujer en la que tanto miró su padre.

A partir de ahí todo fue tranquilidad y paz financiera. Las salchichas fundidas con telas pronto se mezclaron con perfumes y jabones, luego se alearon con peluquerías de barrio que era preciso rellenar de tintes, lacas, cepillos, secadores, sillones giratorios y cosmética barata para el pelo, las uñas y los labios.

Más tarde la empresa se introdujo en el mercado de la industria alimentaria y bien pronto su logotipo aparecía en botellas de leche con etiquetas azules, verdes y blancas en las que varias palabras clave resaltaban sobre todo lo demás: ¡Fresca! ¡Natural! ¡De nuestras vacas criadas con nuestros propios pastos! Solo les faltó poner una imagen de la Moreneta de Montserrat travestida de pastora mirando fijamente a los rumiantes (a la gente le daba igual eso, nadie iba a buscar en un mapa dónde estaba Chernóbil, municipio que les colocó varias toneladas de sus productos y cosechas a un precio ventajosísimo). Nata. Arroz con leche “casero” (la canela era cáscaras de pipas de girasol pulverizadas y aromatizadas químicamente, pero que sabía muy bien) y tocinos de cielo en cuyo envase lucía, cerca del ángulo superior derecho, la maravillosa advertencia “¡Sin gluten!” que santificaba el producto…

La firma Valls i Solà compró mil negocios más y se convirtió en un emporio que mantenía a Elisenda como un talismán, como la viejecita del aguardiente Marie Brizard et Roger, Bordeaux, France. Naturalmente, se añadieron las palabras inglesas adecuadas, la conjunción y la tilde grave catalana un día se españolizaron sin que nadie protestara y tras el sigiloso maquillaje quedó todo como más europeo: Valls y Solá Brand, Since 1950

Elisenda construyó su vida entre fajos de billetes que despreciaba, la música y el coleccionismo de arte. Atesoraba una buena partida de cuadros distribuidos por las salas de un pequeño museo que había mandado construir en las cavas subterráneas de la antigua mansión familiar, que era su casa. La arcilla refractaria del ladrillo le daba a aquella estancia una estabilidad térmica extraordinaria en el seno de un silencio total y absoluto. Personalmente dirigió la tarea de iluminar los cuadros y aunque se lo desaconsejó la empresa de seguridad no consintió que un óleo de su colección tuviera un vidrio por delante. Allí se escuchaba a sí misma rodeada de pilares que como troncos de árboles se ramificaban hacia el techo formando bóvedas en las que se escondían sabiamente los proyectores de luz y variados aparatos de control.

Llegó a tenerlo todo. Hasta el amor. Aquel hombre delgado y alto, joven y silencioso, le tendió un hilo que ambos creyeron de oro, pero resultó ser de seda. Y una noche funesta del mes de mayo Elisenda perdió la felicidad escuchando a quien tanto quería cómo le contaba que una mala tormenta le había rozado el hombro con su ala negra…

El mundo cambió para ella radicalmente. Cada objeto que le recordaba a él le producía un suspiro hiriente y el dolor de la memoria le entristecía todo lo que estuviera viendo en aquel momento, cubriendo paisajes, objetos y personas con un velo húmedo como si fuese niebla. De alguna manera le hizo saber que necesitaba conocer su dirección para mandarle un regalo de cumpleaños. El diez de agosto no estaba lejos. Y necesitaba más que nunca enviarle algo que le hiciera feliz. Lo que él quisiera.

Elisenda se incorporó para leer el autor de la pieza que sonaba, sostuvo durante un segundo la caja del disco y vio que la pista 17 se correspondía con una partitura de Mozart: Thême für Josef Häusler. Dejó sobre las piernas el pesado libro que estaba ojeando y pidió que le prepararan el coche. Tuvo que insistirle a la voz que al otro lado del teléfono discutía su orden: “El Austin, sí, por favor. Ya me has oído: prepárame el coche. No me irrites. No, ese no. He dicho que el Austin”.

Cuando la verja se abrió, el guardia de seguridad levantó la mano hasta la ceja y Elisenda apretó suavemente el acelerador. Desde los neumáticos de aquel coche maravilloso restaurado milimétricamente se transmitió un traqueteo rítmico que acompañó el desplazamiento del coche mientras recorría el camino enlosado; el tic-tac de la luz intermitente rompió el silencio hasta que, al llegar a la concurrida calle, el ruido y la agitación del tráfico se impusieron sobre todo lo demás. Incluso al latido de su corazón.

La autopista daba sueño. El volante apenas había que moverlo pues las curvas eran muy suaves. Cuando llegó, tras varios desvíos que fueron convirtiendo la arteria de asfalto en capilar, el pueblo de pescadores bramaba gritando los goles de un partido de fútbol. Por todas las ventanas abiertas se escuchaban los gritos de ánimo, y en el bar un camarero servía con la cabeza alzada hacia el televisor sin mirar siquiera a los clientes ni lo que hacían sus manos.

Elisenda bebió lentamente un sorbo del refresco helado, amarillento, en cuya botella reconoció sus propios apellidos. Abrió el bolso y metió la mano dentro. Dos volúmenes metálicos y fríos le plantearon serias dudas sobre el paso siguiente que debería tomar. Transcurrió algo así como media hora. Nadie la miró, pendientes como estaban de las evoluciones de los jugadores.

Finalmente, sacó el teléfono, marcó un número, esperó… y, cuando respondieron al otro lado, dijo escuetamente:

—Vuelvo. Esperadme para la hora de cenar.  

Pagó, dejando una propina que el muchacho agradeció sonriendo. Introdujo el dedo anular en el llavero cuyo aro quedaba a la vista como un desorbitado y excéntrico anillo de casada mientras acariciaba las llaves del Austin Healey que hace cuatro años le habían regalado.

Condujo hasta el pequeño puerto. Se acercó al morro coronado por una baliza. Saludó al hombre que pescaba pacientemente y en un instante de descuido del anciano lanzó al mar, lo más lejos que pudo, el revólver que siempre la acompañaba en el fondo del bolso. Después se puso unas gafas de sol muy oscuras que no consiguieron ocultar sus lágrimas a la aguda mirada del viejo que la despidió con un saludo respetuoso y preocupado.

Elisenda Valls i Solà, mientras arrancaba el coche y buscaba la salida, se dijo a sí misma aunque lo escuchó el viento seco que bajaba del Garraf: “Hoy no. Tengo que hacer el diez de agosto un regalo de cumpleaños”.

Mariano: cierra la verja, que nos vamos a Gibraltar y os quedáis solos…

18/05/2012

Dijo Marcel Proust —y no es una cita espuria— en su mamotreto que “un error disipado nos da un sentido más”.

Llevo treinta años despreciando la estúpida moda de estudiar Inglés, que tantos ricos ha hecho entre las academias y profesores dedicadas a tan poco altruista tarea. Es empezar la casa por el tejado pues lo lógico y prioritario sería dominar el Español, la propia lengua. Y desde luego en el caso de los niños y adolecentes españoles lo considero una aberración, sin paliativos, que estando sin formar pierdan el tiempo en cambiarle los nombres a los sustantivos: cuando no son capaces de escribir correctamente lápiz deben aprender a escribir pencil. Más o menos.

Hace siglos yo hice un intento de estudiar Inglés. En la Casa de la Cultura que ocupaba parte del teatro romano, inicié el aprendizaje bajo la batuta de un renombrado profesor, competente muchacho irlandés de poco cuerpo y enorme tozudez. En una primera fase que duraba aproximadamente un mes estaba prohibido escribir. Y traducir. Solo se repetía, imitando la pronunciación del dicho ducho.

De aquel entonces recuerdo vagamente que una de las frases que repetíamos como loros (como loros imbéciles, claro está) jugaba con el sonido de la palabra “matches” (cerillas) y otras homófonas o muy parecidas. Pero se me quedó clavada en la cabeza otra frase que el caballero irlandés no quiso ni escribirme ni traducirme. Hoy, por chiripa, la he visto escrita en algún texto de Internet. He ganado varias neuronas y un sentido más.

Presta atención, que te será muy útil: I’m just pulling your leg no significa que eres justo tirando de su pierna, no. Más bien debe traducirse por “Sólo bromeo”.

Alucinante.

Toda una tragedia

16/05/2012

Ha cerrado una pastelería más en mi barrio. Eso es, siempre, una tragedia. Era la única que quedaba del ancien régime, la eterna segundona tras la emperadora, la segunda división, el pajecito llevándole el filo del manto a la sin par pastelería Cervantes donde todo el mundo hacía una parada para tomar un pastel y llenarse los bigotes de merengue, azúcar, nata o lo que fuera. Donde se compraban pasteles para los enfermos, o cuando se hacía una visita, o se la esperaba; en los cumpleaños y onomásticas sus tartas eran siempre privilegiadas con aplausos. Calló cayendo, porque la dueña rubicunda de almidonada bata blanca y pelo rubio fosilizado dispuso jubilarse. Y heredó  sin el honor de la victoria su clientela la envidiosa competidora llamada Vimana, que ahora también cierra.

No hay equivalencia en las otras pastelerías que quedan en el barrio. Ninguna vale un pimiento. Si quieres guiarte de un consejo de experto nunca pongas muchas esperanzas en los pasteles que compres si allí vendían pan. Ni te cuento si además de pan venden patatas fritas de bolsa. Lo peor, con ser todo lo anterior detestable, es que tengan una sección de charcutería. Lo que no es, no es. Una pastelería, siendo muy generoso, puede ser también heladería, salón de té y cafetería —incluso todo eso al mismo tiempo— en cuyo caso habrá veladores y sillas imitando a la dulce Francia o a la sin par Inglaterra rodeados de porcelanosas.

A propósito de esta marca de azulejos no creo descubrirte que le arrima billetitos a Carlos príncipe de Gales (en el siglo, El Orejón) a cambio de invitaciones y fotos con o sin la duquesa de Cornualles (en el siglo, Mi Tampax). Pero hay un par de detalles que me impiden odiar a este príncipe inglés: uno, por su mecenazgo con el Arte (él mismo es un excelente acuarelista). Y dos, porque es el patrón e inspirador de The Prince’s Trust, entidad dedicada a la mejora y capacitación de los jóvenes más desfavorecidos por la suerte, simplificando mucho; basta entrar en la web de Barclays Bank para echar en falta eso. Qué diferencia con el torpe, tartamudo, engreído, monógamo, militarote y déspota Príncipe de…

Uy, perdona, que se me baja el soufflé. Otro día sigo.

1 de mayo

01/05/2012

Quería escribiros un rato esta mañana luminosa que se nubla a ratos. Me gustaría hacerlo esta vez con claridad, con pocos adjetivos y ordenando las palabras de la manera que resulte más cómoda para vosotros, ya volveré otro día a generar tortícolis. ¿Motivo? Como casi siempre, alguno simple. El de hoy: la llegada de mayo es importante, siempre hay cambios; al menos en el tiempo y, por lo tanto, en el paisaje y en las formas de vida. Eso dicen.

A mí no me gusta este mes que estrenamos salvo por el renacimiento de las plantas, por las flores. Lo que ayer eran jardines llenos de troncos secos y podados hoy es un saludo inocente y generoso de lo que unos llaman Naturaleza y otros la Creación. Tengo que ir a Granada para resolver —contando con el agrado y la paciencia ajena— algunos enigmas, uno de ellos saber si podré contener las lágrimas al oler las lilas. Aquí en Málaga no hay.

Ya lo sé. Leído así parece como mínimo una estupidez fuera de contexto. Pero aclaro enseguida que para mí los olores siempre han sido fundamentales. En alguna otra reencarnación debí ser perro. Y mayo, a través del olfato, me ofrece un manojo de llaves, cada una de las cuales es un recuerdo que me lleva a situaciones más o menos agradables.

Las lilas y el árbol del paraíso, aclaro, me recuerdan a mi pueblo, a mi niñez, a las clases de Música en aquel convento de monjas de clausura, a mi madre, a los rezos escolares a la Virgen, al fin de la nieve y el frío, a las largas horas jugando con los niños en la calle, a las romerías… Hoy no quiero acordarme de los largos años de exámenes y sus efectos colaterales asociados a la fragancia del azahar y de la acacia. Ni quiero hablar de ese helicóptero que taladra el aire ahora mismo. Ni de tanto cínico que mueve las manos como un charlatán de feria entre mentira y mentira.

Azucenas y rosas casi nunca me han faltado pues he tenido un suministrador que llamaba a mi puerta por la noche cargado de cubos llenos de esas rosas de campo, con pétalos imperfectos y espléndidas de belleza y olor y de azucenas dulces e hipnóticas, todo lo cual repartía en los mejores jarrones y terminados estos… en jarroncillos y agotados estos… en botellitas y vasos por toda la casa: don Ricardo, mi proveedor, merece ser citado y convenientemente agradecido.

¿Porqué ya no se hacen refranes? ¿Quizás porque todos ya están hechos? He buscado en un libro inmenso cuyas cubiertas que antes eran amarillas se están poniendo casi blancas, como mis cejas, y os he copiado solo tres refranes referidos a mayo. El primero es vasco y las tres palabras herméticas, irreconocibles, son pan y vino. Los demás, como casi todos los que vienen en esa recopilación, tratan malamente a este mes de pausa, espera y peligro para los campos. Un mes en el que se hacían fiestas porque se estaba desocupado y, quizás también, en plan votivo pidiéndole ayuda a los santos. Pero eso era hace siglos.

Mayo pardo,  ogui ta ardo

Mayo loco, fiestas muchas y pan poco

En mayo, hambre y rosas: ¡mira qué distintas cosas!

Os deseo un mes de mayo muy feliz, lleno de flores (reales y virtuales) donde haya preocupación o miedo al futuro, o falta de dinero o de trabajo, y donde haya anidado algún pájaro de mal agüero que pronto huirá espantado pues todo va a ser mejor a partir de hoy.

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Si te ha gustado la foto del famoso jardín del palacio de La Belbi en Albi (Francia) abajo te pongo dos enlaces, y uno de ellos en QR dedicado especialmente a mi instructor en materias informáticas (y en tantas otras cosas) que siempre me saluda con un Aupa!, expresión que a mí me hace mucha gracia. Podía haber puesto el enlace para los cacharros de la marca Apple™, pero no, que me dan mucha envidia. Y añado su localización, para los más incultos que no sepan dónde está.

http://www.albi-tourisme.fr/es/

http://gardeningattheedge.wordpress.com/tag/albi/

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